marzo 18, 2020

Epidemia y tumulto informativo

La situación desatada por el coronavirus confirma que la sobreinformacón asusta. Sigue leyendo

Solíamos pensar que la falta de información es el problema. El pánico global desatado por el “coronavirus” confirma lo contrario. La abundancia de datos, rumores, pronunciamientos, consejos y anuncios es un formidable desafío sin soluciones claras.

La sobreinformación asusta, enloquece, paraliza, frustra. Demuestra que no estamos preparados para sortear cataratas de información de diversa procedencia para entender lo que sucede y actuar de forma racional.

El diario acontecer no está diseñado para informar de modo responsable, sino que agiganta el caos y promueve la confusión, especialmente sobre temas ajenos al conocimiento de cualquier mortal como la secuencia genética o el sistema inmunológico.

Que exista confusión no pareciera ser un problema urgente cuando se trata de temas sin mayor relevancia en la vida cotidiana. El desconcierto que produce la abundancia informativa no obsesiona ni le damos mayor importancia. Continuamos viviendo con conocimiento limitado y relativa ignorancia sobre una infinita cantidad de temas.

Las cosas son diferentes cuando nos enfrentamos con un fenómeno como el “coronavirus”, una amenaza global que cambió las rutinas de empresas, escuelas y gobiernos. Se encendieron las alarmas sobre trabajos, viajes, comercio y sistema bancario. Pareciera que marchamos inevitablemente hacia el presunto apocalipsis, según el incesante redoblar de los agoreros.

En esta situación, no basta con usar atajos habituales para desbrozar la selva informativa plagada de dichos y contradichos. Se multiplican las fuentes de información sobre un tema que persisten enormes dudas, producto inevitable de su misma novedad. La confusión perdura aun cuando los expertos tengan consenso mínimo sobre que sabemos y que desconocemos.

Todos opinan como si fueran epidemiólogos. Los medios sociales son un carnaval de versiones y contraversiones – el flujo para opiniones que licuan información de cuarta mano sin conocimiento fidedigno propio, por más que Facebook¸ You Tube y Twitter hayan tratado de eliminar contenidos falsos y priorizar datos de fuentes confiables.

En China e Irán, los déspotas prefieren la propaganda sobre datos certeros, censurar la realidad, y perseguir a quienes se atreven a reportar la verdad. Trump proclama sus convicciones como si fuera un versado virólogo, mezclando versiones, sembrando dudas, y desparramando culpas. Rusia asevera que los bots desinformativos no le pertenecen.

Los conspirativos de diverso color político echan rienda suelta a versiones descabelladas y alimentan la bestia de la desinformación. Sobran los irresponsables cuya principal preocupación es obtener rédito político y aprovechar el desconcierto general.

En el fárrago informativo, los expertos pugnan por hacerse escuchar y explicar los procedimientos habituales de detección y control de enfermedades, producción de vacunas y otras cuestiones. Cualquiera que realmente quiera conocer lo que se sabe no tiene más que chequear lo que dicen las instituciones especializadas en enfermedades infecciosas – transmisión, prevención y cuidado. Son quienes se dedican a entender virus y vacunas, aun cuando no hay cámaras de televisión ni sean tendencia en los medios sociales.

De tanto en tanto consiguen alzar su voz respetuosa de los datos disponibles y de la cautela científica, paradójicamente en los mismos medios que sensacionalizan para incrementar audiencia. Sin embargo, su expertise es apenas visible en un mundo abarrotado de desinformación. La cordura y mesura se pierde en el agujero negro del tráfico incesante.

El problema adicional es la sospecha extendida e infundada de los expertos, especialmente en temas de salud. Se contradice a la ciencia con impresiones subjetivas como si fueran comparables y sobre la base de la sensación personal que hay una confabulación político-mediática-corporativa. Se duda de los efectos de vacunas con evidencia de dudoso origen. Se populariza la crítica fácil como derecho natural cuando se encuentran “datos” que confirmen cualquier versión, más allá de su vínculo inexistente con la realidad.

Que se desconfíe de los especialistas en fútbol, los críticos de restaurantes, y los profesionales de la organización hogareña no es mayor problema, o por lo menos no pareciera que tiene graves consecuencias para la economía mundial o la salud global. En cambio, la desconfianza hacia los expertos en salud presenta problemas. Se convierte en peligro real en circunstancias delicadas como la situación actual. A la impericia, desidia y malicia de los gobiernos se suma el escepticismo gratuito sobre los especialistas en salud pública.

Cuando decisiones claves dependen de la credibilidad de las instituciones, nos damos cuenta de las consecuencias nocivas de creer que cualquier opinión es válida o pensar que el caos informativo es beneficioso. La exuberancia informativa es aprovechada por actores interesados en vender ignorancia y perpetuar prejuicios para obtener beneficios propios.

Como cualquier crisis, la epidemia deja al descubierto problemas de largo arrastre. Magnifica las consecuencias negativas de demonizar a la ciencia y recortar la autonomía y el financiamiento de la salud pública. Refleja la facilidad con que se estigmatizan a personas y se forma opinión instantánea sin un hilo de evidencia. Exhibe las enormes dificultades de los sistemas de salud para atender emergencias y cuidar a las personas más vulnerables. Se pagan las consecuencias cuando se ignoran problemas de largo plazo y el tumulto informativo es considerado una mera diversión o curiosidad de época.

  • Texto: SILVIO WAISBORD (CLARIN.COM)
  • Foto:
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