julio 28, 2017

«Me mantiene vivo el intento de dar forma a lo que algunos llaman experiencia»

Edgardo Cozarinsky. Escritor y cineasta, acaba de publicar el libro de cuentos En el último trago nos vamos Sigue leyendo

Esquivo a los encasillamientos, Edgardo Cozarinsky ha desplegado una obra literaria -lo mismo puede decirse de la mayor parte de su cinematografía- cuya hibridez es un rasgo inimitable y contundente de autonomía. Ensayos narrativos, narraciones ensayísticas, lo cierto es que la deriva de lo anecdótico jamás se pelea en Cozarinsky con la reflexión, la cita ni el carácter esencialmente digresivo de sus textos. Desde aquel debut ya mítico con Vudú urbano, promediando la década del 80, y luego de una pausa de quince años en la que materializó el grueso de su cine, la madurez le trajo a Cozarinsky el impulso avasallante de la literatura, un modo de lo tardío -como lo definió Edward Said- cuya ansiedad no da tregua. En el último trago nos vamos (Tusquets), su flamante libro de relatos, prueba una vez más que la suya es una de las voces más singulares y agudas de la actualidad, acaso la del único escritor argentino que puede pasearse por ciertos territorios borgeanos sin hacer el ridículo.

Sus libros desdibujan, por lo general, los límites entre géneros, pero esta vez parece haber ido más allá, al punto de que en la mayoría de los casos cuesta pensar en un argumento en términos más o menos tradicionales. Parece más bien como si nos propusiera que siguiésemos a sus personajes en su devenir, en sus obsesiones, en algún tipo de búsqueda a veces nada consciente.

Me parece que con los años estoy cada vez más lejos del «cuento bien hecho», como enseñaban en los talleres norteamericanos, si es que alguna vez caí en esa trampa. La mezcla de géneros, está claro, me sale espontánea, pero en este libro, donde la ficción es más zarpada que en otros, se me ocurre que los personajes y las situaciones mismas deambulan, van encontrando otros personajes, otras situaciones, un poco al azar. Son una energía libre en el espacio narrativo.

Son muchos los ejes que se repiten a través de los distintos relatos, pero con el correr de las páginas resulta tentador volver a aquello de que sólo existe un puñado de temas, y en el fondo uno solo: la muerte.

Sándor Márai, un escritor demasiado señorial para mi gusto (del ámbito centroeuropeo mi autor de cabecera es Joseph Roth), dijo algo que me golpeó como una evidencia; que para el escritor solo hay dos temas: la vuelta al hogar y la muerte.

Más de un cuento se ve atravesado por la idea de la sobrevida, en términos concretos o más o menos ambiguos. ¿Hasta dónde le interesa lo fantasmagórico, dentro y fuera de la literatura?

En Dinero para fantasmas había inventado un escritor viejo que a través de su escritura se inocula como un virus en la vida de una joven pareja. En este libro hay algunos fantasmas, y son para mí una realidad más allá de toda creencia, psicológica o metafísica. Los muertos nos siguen, dialogan a menudo con nosotros, a veces amables, otras censores. Cuántas veces me pregunté si algo de lo que escribo le habría gustado a algún amigo que ya cruzó la línea.

Otro de los ejes que se repiten es Rusia, uno de sus temas favoritos: la referencia a Babel, a Dostoievski, a Pushkin, y por supuesto todo en «Little Odessa», el último de los relatos.

Rusia es para mí su literatura. Allí encuentro esa convivencia de generosidad y crueldad, de ironía y misticismo; tal vez sean propias de su cultura, que es su verdadera historia. A los autores que citás agregaría Lermontov: Un héroe de nuestro tiempo, un libro que a través de los años descubro cambiado en cada relectura. Como el Quijote, con el que no tiene nada en común salvo esa capacidad de decirme siempre algo nuevo. Mi cuento «Little Odessa», en cambio, sería un vástago desplazado de los cuentos de Odessa de Isaac Babel y sus personajes judíos. Están al margen de la corriente central de la literatura rusa. Y en mi cuento la Argentina interviene decisivamente.

Usted desprecia la nostalgia, o algunos de sus registros, pero es una constante que sus personajes se entreveren con el pasado, que intenten recuperar algo de él, incluso que lo añoren. ¿Podríamos pensar en un tono melancólico, un diálogo con el pasado más ambiguo o ambivalente?

Es que el pasado no pasó. Estoy citando a Faulkner citado por Godard: «El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado». No estoy jugueteando con el idealismo, como Borges en su «Nueva refutación del tiempo», ni me interno en los misterios de la física cuántica. Por ejemplo: hoy en la Argentina se habla de «la grieta» como algo reciente. La grieta, si conservamos la palabra, ya estaba en 1810 entre Moreno y Saavedra, luego entre Lavalle y Dorrego, entre unitarios y federales, en los conflictos entre Buenos Aires y las provincias. Y no hablemos del siglo XX?

Alguna vez lo llamó a Borges, con lacónico humor, «el viejo infalible». ¿Hasta dónde considera que esa «infalibilidad», esa omnipresencia, es un factor de fertilidad todavía hoy para la literatura argentina?

Para la literatura argentina, totalidad que no me animo a considerar, no tengo la menor idea. Para un escritor, en cuanto individuo, hace tiempo quedó claro que es necesario rehuir de los temas y las particularidades de la escritura de Borges. Importa el desafío, siempre, que supone su confianza en la literatura más allá de toda circunstancia, su irreverencia ante el panteón, su arte de poner en contacto autores y obras de horizonte distante, su preferencia por el lector antes que por el escritor. Son impulsos motivadores. Para mí la literatura sigue siendo el instrumento de conocimiento privilegiado. Fijate que Piglia, que empezó en tiempos de la revalorización de Arlt contra Borges, llegó en sus ficciones -donde hay mucho de ensayo- a demostrar que hay una herencia del «ciego infalible», la más fecunda, que no pasa por la imitación.

Sus cuentos poseen una cualidad muy particular: los personajes se mueven mucho, pero además están pensando en otros lugares, entre ellos el pasado. Se trata de una modalidad que en usted nunca se agota: siempre está contando varias historias a la vez. ¿Hasta dónde hay una intención de involucrar al lector no con una historia, el desarrollo de una anécdota, sino con un mundo, una mirada, una sensibilidad?

La anécdota para mí es un pretexto, en el sentido más llano: pre-texto. En «La otra vida», donde los vivos resultan ser fantasmas para los muertos, me interesó incrustar esa idea en una cantidad de observaciones realistas: la Bolsa de Comercio, el bar Británico, las viejas latas de bizcochitos Canale. En el sentido al que apunta tu pregunta, «Insomnios» daría una respuesta: las anécdotas son confidencias escuchadas en bares después de medianoche, pero importa más la errancia del caminante que las escucha, su percepción de la luz y la temperatura en el amanecer temprano de verano.

En casi todos los cuentos el protagonista es un escritor, aunque con frecuencia haya que relativizar ese protagonismo porque se trata de un testigo, de algún modo un recolector de historias. ¿Existe un gesto deliberado de no disimular esa silenciosa presencia del autor detrás de esas figuras?

Si el autor está presente es por descuido. Hay algo inevitable en la elección de conductas y anécdotas, escribimos de lo que conocemos, pero trato en lo posible de evitar el reflejo. Narradores escritores hay en el cuento que da título al libro, en «Insomnios» y, apenas, en «Noches de tango»; en «La dama de pique» un traductor juega con el parentesco entre traducción y falsificación, y solo al final se decide a intentar la ficción.

Muchos de sus personajes tienen una mirada ambigua respecto de Buenos Aires: la quieren, pero la detestan, pero. ¿Cómo es su relación con Buenos Aires, ahora que hace ya mucho que está de vuelta?

Soy alérgico a la nostalgia. De Buenos Aires me gusta todo lo que no me recuerda la estrechez, la represión de tiempos de mi infancia y juventud, todo lo que ha cambiado. No me creas frívolo. Soy consciente del descalabro social, de la degradación institucional y la ruina de la educación pública. ¿Qué rescato? La inmediatez del diálogo entre personas que apenas se conocen, el culto a la amistad, ese estar siempre disponible para un encuentro? Sobre todo la creatividad espontánea en momentos sociales siniestros. Son cosas que me importan más que los raptos de fallutería o la sumisión a la ideología.

¿Hay algo en sus personajes que les permite reflexionar mejor cuando se alejan o, como mínimo, están en movimiento?

Tal vez mis personajes me reflejen más de lo que desearía. Yo soy bastante nómade, calculo que no paso más de tres meses sin algún viaje, aun a una distancia corta. Y es cierto que estando fuera de casa muchas cosas se ponen en perspectiva. Acaso necesité vivir años en París para enamorarme de Buenos Aires? Pero la referencia personal no me interesa. Para el narrador la distancia permite interrogar las apariencias, estar en un constante alerta, limpiarse la mirada de todo hábito.

¿Qué lee últimamente?

En general no me atrae leer nada actual. En este momento leo mucha literatura del siglo XIX; antes, a autores centroeuropeos de la primera mitad del XX. De pronto, vuelvo a Martínez Estrada, a Machado de Assis. Creo que el último autor más o menos reciente que me atrapó es Sebald. Viví semanas de gran tensión psicológica, aun moral, la única vez que hice un taller con jóvenes que parecían haber leído sólo a sus contemporáneos, no haber ido más atrás que Manuel Puig. Tuve miedo de no percibir lo que podía haber de valioso en una escritura ajena a mis gustos, a mi práctica, de no saber dar un consejo útil.

Henry James es uno de sus autores preferidos. ¿Qué le gusta de él en particular? ¿Lo considera una de sus influencias?

Hace mucho que no releo a James. En mi juventud descubrí, impresionado, ese arte de contar por alusión, la mirada desconfiada, su manera de rondar y esquivar un misterio central, que puede estar en las relaciones humanas o en la idea que los personajes se hacen de sí m quismos. Como estudiante, redacté una monografía muy derivativa sobre James, que me arrepiento de haber publicado por vanidad. Lo único que rescato es el título, porque dice lo que me había impresionado en su ficción: «El laberinto de la apariencia».

Otro elemento constante en el libro es la duplicidad: historias en paralelo, personajes que apenas se tocan, también el contraste entre distintas visiones, e incluso la figura del doble. ¿Podría hablar sobre su interés en ese tipo de mecanismo literario, y la relación que tiene con su mirada sobre lo «real»?

Siento que mis personajes, como la gente en general, no son identidades fijas. Actúan por contacto y reacción unos con otros. Por lo tanto, las historias en que intervienen se duplican, toman caminos imprevistos, se interrumpen en un momento que acepto. A menos que las rubrique, como en el primer cuento, con una cita de Jack London.

En uno de los cuentos, «Tierra colorada», toca el tema para usted siempre conflictivo de la guerrilla, pero lo hace desde una perspectiva muy singular. ¿Qué lo llevó a esa historia?

Lo que me llevó a ese cuento es la memoria transmitida de abuela a nieto, esa anciana que vivió la guerra del Chaco pero cuenta la de la Triple Alianza, que no pudo conocer, y el nieto que, adulto, años más tarde va a desenterrar los restos oxidados de otra guerra, reciente, no declarada. Además, el ambiente paraguayo, la lentitud, el calor que no cede ante la tormenta, el insomnio compartido? Qué se yo. Son motivos que se reflejan entre sí y busqué entrelazar. Si hay un tema, acepto el que proponga el lector.

En algunos cuentos la escritura es un exorcismo, como en «Insomnios», donde el protagonista dice que «solo busca llenar con historias ajenas su propio vacío». ¿Es un modo posible de pensar la escritura?

No sé si para todos los escritores el acto de escribir llena un vacío. A mí, en todo caso, me mantiene vivo el intento de dar alguna forma a ese alud de pérdidas y decepciones que algunos llaman experiencia.

  • Texto: JOSÉ MARÍA BRINDISI (LA NACIÓN)
  • Foto: ALEJANDRO GUYOT
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