junio 27, 2019

«A nadie le importa la verdad»

Seymour Hersh, memorias de un reportero Sigue leyendo

Uno sale del despacho de Seymour Hersh con la impresión de que ha estado a punto de añadir su nombre a la lista de ilustres de la profesión -los directores del New York TimesWashington Post, y New YorkerAbe RosenthalBen Bradlee, y David Remnick, respectivamente- a los que el veterano reportero invitó a practicar, literalmente, lo que el ex alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván denominaba «el pecado sodomítico».

Por suerte, las ventanas del despacho del periodista de investigación más famoso del mundo no se abren desde dentro, con lo que al menos se puede salir a la Avenida de Wisconsin, en el centro de Washington, con la confianza de que no le va a caer en la cabeza una máquina de escribir que Hersh, en un arrebato de furia, tire por la ventana, como hizo cuando trabajaba en el New York Times. Sobre todo porque el ordenador de mesa del periodista tiene pinta de pesar bastante.

Hersh es, como le ha llamado su ex diario, el «lobo solitario» de los grandes periodistas estadounidenses. A sus 82 años, y tras cinco décadas destapando escándalos -el más famoso de ellos, el asesinato de más de 500 civiles vietnamitas por soldados estadounidenses en el pueblo de My Lai, en 1968- acaba de publicar sus memorias, Reportero (Península), justo cuando se encuentra repudiado por muchos compañeros de profesión que le acusan, primero, de ser intratable, y, después, de haber abrazado todo tipo de teorías conspiratorias que cuestionan su currículum. Un final complicado para un investigador con un historial increíble, reflejado tanto en premios -desde el Pulitzer hasta el de Reporteros de EL MUNDO que este diario le dio en 2004 cuando descubrió las torturas de la cárcel iraquí de Abu Ghraib-, como en una carrera en la que siempre puso su independencia por encima de todo.

Usted ha escrito durante cinco décadas sobre la política exterior, de seguridad y de espionaje de EEUU. ¿Qué le parece la crisis con Irán?
Kabuki. Teatro japonés. Lo empezamos, dominamos el ciclo informativo durante tres semanas y pasamos a otra cosa. La mejor parte de todo esto es que EEUU no tiene ninguna credibilidad. ¿Alguien se cree que los iraníes vayan a atacar petroleros? Si quisieran atacarnos, lo harían en 15 sitios diferentes en los que nunca habríamos pensado. Nadie nos cree.
¿Por qué no escribe de eso?
Porque, después de mi artículo [para la London Review of Books en 2013] sobre el uso de armas químicas en Siria [en el que afirmaba que éstas podrían haber sido utilizadas por la oposición al régimen de Bachar el Asad y no por éste, como concluyó la ONU], me di cuenta de que a nadie le importa la verdad. A nadie le importa nada.
¿Le gusta Donald Trump?
Me gusta que no le gusten las guerras, supongo que porque son malas para los negocios. Lo de Venezuela, por ejemplo, es para ganar la reelección en Florida. ¡Pero deje de divagar y pregúnteme por el libro!
Como usted ordene. ¿Cómo fue la experiencia de escribir sus memorias?
Me lo pasé muy bien. El libro ha tenido críticas maravillosas. Y algunas malas, claro, pero entre ésas hay varias que son locuras.
¿Es ése el caso de la de la New York Review of Books, que lo pone de vuelta y media?
Esa crítica tiene su historia. Mis relaciones con la New York Review of Books no son buenas desde que dijeron que iban a publicar mi historia de My Lai de tema de portada. Y entonces llegó el director, Bob Silberman, con la idea de meter después del tercer párrafo una explicación de por qué lo que describía en el artículo estaba mal. Así que yo le dije: «Bob, éste es un artículo sobre un tipo que ha asesinado a 109 civiles indefensos, ¿y tú tienes que explicar a la gente que eso está mal? ¡Que te den por el culo!».
¿A cuántos directores les ha dicho «que te den por el culo»?
Es a la inversa, y da igual que sea Associated Press, el New Yorker, el New York Times, o el Washington Post. Yo entro en el despacho del director con una rata enorme, muerta, llena de piojos y le digo: «Mira esto, es una historia». La rata puede ser «Obama está mintiendo acerca de cómo matamos a Bin Laden, porque en realidad Pakistán nos lo entregó», o «McNamara está mintiendo y estamos bombardeando Vietnam del Norte hasta no dejar piedra sobre piedra». Y al final el director se cansa de ese tío que le llega con esas ratas y encima le dice: «No sé si podré confirmar esta historia, pero te va a salir por 50.000 dólares en gastos». Yo solía perseguir unas cinco historias al año, y publicar dos o tres, y, claro, era carísimo, aunque nadie me ponía pegas si decía: «Voy a viajar al otro lado el mundo para hablar con tal o cual persona».
Hasta que en 2011, David Remnick, el director del New Yorker, le pidió que en vez de viajar a verse con una fuente, la entrevistara por teléfono.
Sí, aunque Remnick me lo pidió porque justo salía de una reunión sobre el presupuesto del New Yorker en la que, me dijo: «Me han desollado vivo».
Todo periodista tiene que negociar con sus fuentes. Si usted lo hace con quienes le cuentan cosas, ¿por qué no con los directores?
Yo no negocio con los directores. Y, además, hoy en día es imposible vivir como periodista con una mínima independencia trabajando para el New York Times o el Post, porque son medios que viven de criticar a Trump.
Siempre ha sido así. Con la guerra de Irak, si uno era pro Bush leía a Bill Kristol en el ‘Weekly Standard’, y si era anti Bush, a Seymour Hersh en el ‘New Yorker’.
Sí, pero antes la prensa era mejor.
Usted no cree en el ‘Rusiagate’.
Yo sé muchas cosas del informe Steele [el documento del ex espía británico Richard Steele que acusa a Donald Trump de estar siendo chantajeado por Rusia].
Cuénteme algunas.
No le voy a contar todo lo que sé, solo que fue una gran operación de los demócratas contra Trump después de las elecciones.
Pero el informe fue encargado antes de las elecciones, y por los republicanos.
No creían que Hillary iba a perder, así que tenían que echarle la culpa a alguien, y fueron a por los sospechosos habituales: los rusos. ¿Quién se puede creer que Putin estaba detrás del hackeo de la cuenta de Gmail de John Podesta [el jefe de campaña de Hillary Clinton]. Mis hijos pueden hackear mi cuenta de Gmail. Es imposible probar que el Gobierno de Rusia lanzó una operación para influir en las elecciones.
¿Cómo logra que la gente le cuente secretos o incluso delitos?
No hay ningún truco. Tú confías en ellos y ellos confían en ti y en lo que suponen nombres como el New Yorker. La clave es encontrar a alguien que esté dentro y que no tenga miedo de contar la verdad. Y hay más de los que pensamos. Pero hay que protegerles. Esa gente funciona un poco como un club, y si sienten que alguno de ellos ha roto las reglas del club, es expulsado.
Usted ha conocido a muchas personas que distaban de ser ejemplares en puestos muy altos: presidentes (Kennedy), vicepresidentes (Cheney), secretarios de Defensa (McNamara), directores de la CIA (Casey, Tenet). ¿No ha tratado a nadie que le pareciera un modelo de rectitud?
Sí, un ex jefe de Inteligencia del FBI. Pero no le voy a dar el nombre.
  • Texto: PABLO PARDO (ELMUNDO.ES)
  • Foto: THE NEW YORK TIMES
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