enero 2, 2019

“En mis fotografías trato de borrar la diferencia entre fotógrafo y fotografiado”

Sandra Eleta: una de las mujeres más destacadas de la fotografía latinoamericana
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Escribe el fotógrafo venezolano, Paolo Gasparini, que “las fotos de Sandra Eleta (Panamá, 1942) son como una invasión de nuestra visión estereotipada, como encontrar otra realidad o agarrar el otro lado de la luna”. Sus protagonistas son siempre personas con quienes la artista consigue una conexión especial; mujeres y niños encuentran un lugar predominante en esta galería de perdedores, desde la cual la autora no solamente logra acercase a su enigma, sino traspasar la opacidad de su existencia para expresar su belleza y dignidad como seres humanos.

Sandra Eleta, El entorno invisible, publicado por la editorial RM junto con la Fundación Casa Santa Ana, recorre a través de 78 fotografías la trayectoria de más de 40 años de la autora, la fotógrafa panameña con más prestigio internacional, e incluye una serie inédita sobre las comunidades indígenas, Guna Yala, en las islas de San Blas. “Un testimonio que revela un ojo por lo antropológico, principios políticos igualitarios y una firme conciencia con respecto al papel de las mujeres en la sociedad”, señala Mónica Kupfer, autora del texto principal del libro.

Su abuela era malagueña. A los cinco años la vistieron con lazos y encajes para ir con su padre a visitar al embajador de España. Nunca llegó a la embajada, ni tampoco conoció al embajador. A cambio conoció Portobelo, un pueblo de pescadores bañado por las aguas cristalinas de la costa atlántica de Panamá, “lleno de misteriosas historias que esta niña intentaría descifrar más tarde y que cambiarían su vida para siempre”, como cuenta la fotógrafa en el libro. Con el tiempo, Portobelo pasó a ser su hogar, y sus peculiares habitantes comenzaron a inspirar su obra. Fue allí donde influida por Enfermera partera (un reportaje fotográfico firmado por Eugene Smith, sobre una comadrona en Carolina del Sur) realizaría una serie de imágenes que marcaría el antes y el después en su carrera artística. “Uno siempre tiene héroes”, dice la autora recordando al célebre fotógrafo americano. “Yo había tenido el privilegio de conocerlo en Nueva York y admirar su obra. Por aquel entonces yo ansiaba tener una visión personal, de denuncia social, que manifestara un deseo de arreglar el mundo”. Así, cuando la comadrona de Portobelo accedió a que la acompañara a un parto comenzó a nacer su verdadera visión. “Necesité que Josefa San Guillén, ‘parteara’ mi ‘verdadero ojo’, para ver la vida desde otra perspectiva, para sentir el entorno invisible que envuelve cada cosa, cada persona, como un aura energética”.

Se describe a sí misma como fotógrafa y defensora de la libertad. Su rebeldía ya era evidente cuando de niña se refugiaba en los jardines de un colegio de religiosas a escribir poesía y a dibujar fantasmas. “Es necesario tener un pie en la tierra pero también volar, y resulta difícil mantener esa tensión que implica hacerlo”, reconoce la artista. Estudio Historia del Arte en Nueva York y por un tiempo se dedicó a la pintura. A finales de 1968 una visita al taller del fotógrafo Carlos Montúfar, en Panamá, contribuyó a que se decantará por la fotografía como medio para expresar su arte. “Cuando regresé a Nueva York había una energía muy intensa en todos los sentidos. Quería integrarme a la ciudad de alguna manera y la fotografía fue mi elección”. Su encuentro con las fotógrafas Eva Rubisntein y Melanie Adler resultó decisivo. Con Rubisntein descubrió “que se puede hacer poesía con la fotografía”.

Pero su primer recuerdo de tomar fotografías de una forma regular viene de un viaje que realizó por España, donde ha pasado largas temporadas a lo largo de su vida. Fue precisamente aquí donde comenzó una de sus series más notables, La servidumbre, tomada durante los últimos años de Franco y rematada en Panamá, durante la época más dura de la dictadura militar y la invasión de los Estados Unidos. “Los temas de mis fotografías no los elijo, me los trae la vida. No son deliberados”, explica la autora quien sin duda alguna con tono provocador erigió a las sirvientas que trabajaban en su entorno familiar como protagonistas de la serie. “Quise hacer un ensayo sobre cómo la servidumbre de esa época veía el rol de servir en contraposición a las generaciones anteriores, quienes se identificaban por completo con su función de mayordomo o criada. En las nuevas generaciones se observaba una actitud más desafiante y mucho menos sumisa”. Las imágenes no fueron publicadas hasta más de una década más tarde en Londres, por miedo a herir susceptibilidades.

Las fotografías “reflejan la idea de que lo personal es político, por la manera en la que Eleta se interesó en documentar el sentido de la dignidad humana y las personalidades de los empleados domésticos mucho más que sus oficios”, señala Kupfer. “Identificados con nombres propios, (los empleados) transmiten una plétora de actitudes y emociones, desde el servilismo, hasta el desafió, desde el orgullo en la labor doméstica hasta la resignación y el rencor”. Destaca la desafiante Purita, a quien Eleta fotografió con una colección de bastones de mando de fondo, y de quien más tarde se sospechó que era terrorista, aunque nunca fue probado. “Su energía se sentía rabiar en el eco de su taconear nervioso por los enormes pasillos de la casa”, recuerda Eleta. “Sus ademanes eran bruscos como los de un ave exótica aleteando desesperada dentro de una jaula dorada. Poco después, desapareció, y a la vez apareció un nuevo sistema de seguridad en los portones de la casa”. Cierra la serie Romy con el rifle, donde una criada posa armada y desafiante frente a un óleo de una gran dama de la familia la noche en que Estados Unidos invadió Panamá.

En todas las series se percibe la fuerte conexión que la fotógrafa establece con el sujeto. ”Me hago invisible y visible a la vez. Invisible en mi forma de entablar una empatía, y visible como una fotógrafa que va deliberadamente a hacer un retrato “, explica la artista. “Trato de borrar la diferencia entre sujeto y objeto. Se disuelve en el momento que hago la foto. Ellos son parte de esa fotografía, tanto como yo. No hay lugar para el ego”. Reconoce su debilidad por los marginados, “No son para mi un objeto de estudio antropológico, trato de acercarme a ellos y a sus vidas con mucho respeto y humanidad”. Dice no haber utilizado nunca una cámara digital, “y a estas alturas no pienso hacerlo. No porque sea mejor o peor sino porque es otra manera de ver la vida”, enfatiza. “Todo es posible en la época digital -me refiero a crear situaciones que no son reales- y, a mí me gustaba que no se mintiera (no en el sentido moral). Me gusta ver nacer la fotografía dentro de un proceso, es como un alumbramiento”.

 “Si mis imágenes tuviesen algo que decir seria como testigos de una suspensión ante la extrañeza, para conectarme con la reverencia que inspira descubrir lo sorprendente que puede ser una mirada, un gesto, una presencia. Captados en la brevedad de un clic”, escribe la artista.

  • Texto: GLORIA CRESPO MACLENNAN (EL PAÍS)
  • Foto:
EL GMAIL DE DIEGOSCHURMAN