octubre 31, 2022

Comunicación y política: los secretos de cómo se escriben los discursos de los presidentes

De Lula Da Silva a Mauricio Macri, en el libro «Fantasmas de Palacio» Gonzalo Sarasqueta cuenta cómo se construye el mensaje de los políticos. El autor dio una entrevista a Clarín. Sigue leyendo

Fin de la cita. (…) Es que aquel que acusa demuestre la culpabilidad. Fin de la cita. (…) Hay que demostrar la inocencia, como en los peores tiempos del fascismo y del estalinismo. Fin de la cita”. Corría el 2013 y Mariano Rajoy brindaba, con énfasis, un discurso ante el Congreso, sin registrar que estaba verbalizando las indicaciones (silenciosas) del papel que tenía enfrente.

El furcio, viralizado en redes sociales, no solo puso sobre la mesa el despiste del expresidente español, sino el conocimiento superficial de un texto que, a todas luces, no había escrito. A nivel local, todavía se recuerda cuando, en 1994, Carlos Menem comenzó a disertar en un aniversario de la Bolsa de Cereales… hasta que confesó: “Perdón, me confundí de discurso”.

No es una novedad: las palabras públicas pronunciadas por los mandatarios reflejan su ideología y valores (al menos, los que quieren mostrar), pero raramente son esbozadas por ellos. Una mano ajena —a veces oculta, a veces no— suele estar detrás de las alocuciones más perdurables y también de aquellas que terminan en el olvido. Y esto vale para grandes frases que han trascendido a la historia.

En 1965, tras el “Domingo sangriento” que derivó en la hospitalización de activistas por los derechos civiles, el presidente estadounidense Lyndon Johnson decidió hablar a los legisladores y a la población en su conjunto: estaba en juego la Ley de Derecho al Voto, que finalmente sería aprobada en agosto de ese año.

“Su causa debe ser nuestra causa también. Porque no son solo los negros, sino que realmente somos todos nosotros los que debemos superar el legado paralizante de la intolerancia y la injusticia. Y venceremos”, expresó.

“Triunfaremos” (el famoso We shall overcome) traspasó las fronteras angloparlantes. Pero aunque la línea salió de la boca de Johnson, fue concebida por Richard Goodwin, un speechwriter que ya había asesorado a Kennedy; y, contra reloj, debió diseñar un mensaje sobre igualdad en un marco de convulsión social.

Johnson fue, precisamente, quien instituyó, en 1964, la Oficina de Speechwriting, dentro de la Oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca. Su director tiene nombre, apellido y cara. No es raro que, una vez finalizada su tarea, publique un best seller, dé charlas, entrevistas y participe de congresos o cursos.

Esto no ocurre solo en Estados Unidos, con nombres como el de Jon Favreau, uno de los cerebros detrás del “Yes, we can” (“Sí, se puede”), de la primera campaña de Obama. Cualquiera puede encontrar en YouTube la clase magistral sobre escritura de discursos de Philip Collins, quien cumplía ese rol para Tony Blair.

En América Latina no ocurre lo mismo. Para “sacar del closet” este trabajo y contribuir a su profesionalización, Ximena Jara y Gonzalo Sarasqueta compilaron Fantasmas de palacio. Escritores de discursos presidenciales en América Latina, de Editorial Biblos, disponible en todas las plataformas digitales y librerías del país.

Teoría y experiencia se fusionan a través de los testimonios de quienes sostuvieron la pluma de Lula Da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Rafael Correa en Ecuador, Mauricio Macri, José “Pepe” Mujica en Uruguay, Vicente Fox en México y Juan Manuel Santos en Colombia.

“Más importante que la escritura de cada palabra o punto es la construcción de un relato a partir del cual es posible desplegar una ruta de gobierno que sea comprensible para los ciudadanos, que son los verdaderos mandantes”, afirma en la introducción Ricardo Lagos, expresidente de Chile entre 2000 y 2006.

Entendiendo la rendición de cuentas y la interacción mutua entre gobernantes y gobernados como parte fundante del sistema democrático, los escritores fantasma reclaman su debido lugar. Con un pie en el terreno, atentos a las discusiones de la superestructura política, con asesoramiento de expertos y en constante conversación con el dirigente al que representan, se mueven en un juego doble.

Son los encargados de señalizar un camino trazado por otros, dejando su impronta, más no su huella explícita. Deben cocinar y limpiar las migas. En un país híperpresidencialista como Argentina, inclinado a las grandes épicas, donde la palabra “relato” aparece constantemente en los medios y las conversaciones, la labor no resulta sencilla.

Cada uno tiene su método. Tiburcio, quien se involucró en más de 1.420 pronunciamientos de Lula a lo largo de ocho años, explica en el libro que todo borrador pasa por una serie de pasos concretos: consideraciones de agenda (plazos, fechas, justificaciones); relevamiento de datos relativos al contenido político, al significado del acto, al evento y a la coyuntura; doble chequeo de información; articulación con otros discursos; redacción; planificación de repercusión; evaluación.

Gonzalo Sarasqueta es politólogo, director académico y profesor del Posgrado virtual en Comunicación Política e Institucional de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Además, dirige la Agencia Borgen.

Habló con Clarín sobre su publicación y sobre una coyuntura marcada por la crisis de representación. Está convencido de que “el liderazgo político se basa en su capacidad de conmover” y de que “la asesoría en discursos es, sin duda, la que exige mayor nivel de intimidad entre lo que se hace y lo que se cree”.

—¿Qué los motivó a lanzar el libro y cuáles son los principales desafíos de los speechwriters en el país?

—Mientras en países como Estados Unidos está instalada la figura del speechwriter, en América Latina hay ghostwriters, que permanecen en el tabú, en el anonimato. Creo que es hora de echar luz sobre este trabajo. El libro apunta a ser un primer ladrillo en ese sentido, para que podamos intercambiar experiencias, técnicas.

—¿Cuál es la función de los fantasmas de palacio?

—La aparición de los medios masivos de comunicación implicó mayor presión temporal sobre los presidentes. La imagen de Churchill, gran orador y ganador del Premio Nobel de Literatura, sentado con su habano escribiendo, hoy es impensable. La ciudadanía recibe un bombardeo de información constante y el político no tiene momentos muertos: necesita que, sobre su propia voz, alguien ponga un orden, un marco narrativo, un storytelling. Alguien que le ofrezca palabras que tengan la magia de sonar como propias y colaboren a la intelección de la gente.

Actualmente, los ciudadanos tienen una oferta infinita de contenidos y poco tiempo para todo, menos todavía para la política. Y cada vez cobra mayor importancia lo que proyectan los candidatos, cómo es su familia, qué comen, sobre todo en la era de las redes sociales. Uno de nuestros desafíos es buscar que las personas no solo reaccionen, sino que puedan reflexionar.

—¿Cómo se forma un speechwriter en estas latitudes y cómo es su día a día?

—Hay una apertura, todavía incipiente, a través de la academia, programas y consultorías. Este trabajo tiene una parte importante de autodidacta. Implica leer sobre política, ficción, escuchar podcasts, estar atento a lo que pasa en la calle. Es decir, hacer un balance constante entre lo táctico y lo estratégico, lo coyuntural y los histórico, lo que aprendés y lo que traés en la mochila.

Y, obviamente, significa conocer al personaje, su vocabulario, qué autores le gustan. La teoría de la comunicación política viene, principalmente, de Estados Unidos e Inglaterra. De a poco, vamos construyendo un marco de pensamiento desde el contexto latinoamericano.

—¿Pensás que un líder que no nace como tal se puede hacer?

—Acabo de asistir a la Cumbre Mundial de Comunicación Política, en Buenos Aires, donde estuvo el debate. Existe una escuela más asociada al marketing que a la comunicación política, que sugiere que los candidatos pueden moldearse como si fueran un producto. Yo no soy amigo de la figura del “gurú”, ni de que se pueda crear una figura. Existen las personalidades, las convicciones.

—Muchas veces, los discursos del presidente terminan en pedidos de disculpas, críticas y hasta memes en las redes. ¿Qué está fallando ahí?

—Es muy difícil saber la escena detrás de la escena. Llegó a la opinión pública que Alberto Fernández prefiere la improvisación, que no acepta que le dicten un discurso, una línea argumentativa y eso impacta en la credibilidad. Pero, de todas formas, la comunicación es una herramienta: el que define la política es el político, su voluntad.

—Recientemente llegó al punto de cruzarse con un participante de Gran Hermano, a través de la vocera presidencial y de su propia cuenta de Twitter. ¿No hay filtros?

—En ese caso se generó un “efecto Streisand”. En otras palabras, terminaron dándole relevancia a algo que entendieron como contraproducente, pero al que probablemente nadie le hubiera prestado atención si no lo mencionaban. Fue una impericia comunicacional, lo contrario a lo que había que hacer. También se habla de una “crisis de sombra alargada”, que estira el daño reputacional.

—¿Hay una forma de comunicar que sea lo suficientemente buena o potente para sortear tiempos de crisis económica, como la que vivimos?

—Si hay inseguridad, si voy al supermercado y está todo caro, por más que cuentes con la mejor segmentación, estética y retórica, va a primar la experiencia de la gente. No hay que sobreestimar el poder de la comunicación: se puede amplificar una buena gestión, pero no va a salvar una mala.

—¿Cuál es la importancia de la coherencia dentro del discurso?

—La contradicción entre el decir y el hacer perjudica a las fuerzas políticas. Quizás no en lo inmediato, pero los ciudadanos observan, incorporan y eventualmente pueden terminar manifestándose. También se da un fenómeno de “disonancia cognitiva”, cuando un hecho entra en contraste contra las creencias de las personas. En esos casos, muchas veces prima el sentido de pertenencia, privilegiando al líder por sobre la evidencia empírica. En las redes se ve mucho, con las “cámaras de eco”, que reproducen ideas que uno ya tiene. La comunicación es razón, pero también emoción.

—En el libro marcan la diferencia entre los discursos de campaña y los discursos de gestión. ¿Hasta dónde sirven los slogans?

—Lo dijo el exgobernador de Nueva York Mario Cuomo, en una frase muy recordada: “Hacés campaña con poesía, pero gobernás con prosa”. Hay que marcar la diferencia entre comunicar sobre expectativas y cuando ya se entra en el terreno de la política pública. No se gobierna haciendo campaña. Es un error confundir comunicación electoral y de Gobierno: si la vida de la gente no mejora, te van a dar la espalda.

—En el texto decís que las narrativas conviven con la big data, el financiamiento de las campañas, el lobby, los speechwriter y los community managers. ¿Cómo es por dentro un equipo de comunicación?

—Lo importante es la trama, el horizonte político y, en base a eso, ordenar un discurso. Los equipos de comunicación están formados por distintas personas (encargados del territorio, equipos de prensa, administradores de redes sociales, speechwriters, etcétera). Los retos son muchos. Hay que saber armonizar los mensajes ante públicos segmentados y coordinar. En definitiva, hay que encontrar el orden dentro del desorden. De la teoría y la planificación, a lo concreto y cotidiano hay un salto grande.

—¿Cómo mutó históricamente la forma de narrar, de escribir y dar discursos?

— En esta época de cisnes negros (con acontecimientos inesperados, impredecibles, de gran impacto), en medio de una pandemia, con una guerra en el centro de Europa, es difícil instalar una narrativa que dure más de un año. Zigmunt Bauman acuñó la idea de “mundo líquido”, volátil, fluido, difícil, donde todo cambia mucho y muy rápido. En la comunicación política, a veces importa más la velocidad que la fuerza. Si cambia la cancha y no tenés reflejos, estás afuera. Ahora no tenemos un Gobierno ágil.

Además, la grandilocuencia de los discursos propios del siglo XX dio lugar a una elocuencia más discreta y cercana.

—¿Qué es más poderoso en la comunicación política, el pasado o el futuro?

—Durante un período, en América Latina primaron los relatos reivindicativos: Evo Morales con Túpac Katari, Néstor Kirchner con los derechos humanos y los setenta, Hugo Chávez con la figura de Bolívar. Depende el momento y el contexto.

Por ejemplo, en 2018, Mauricio Macri fue a buscar al FMI, tres de las letras más caras de la historia argentina. Fue una especie de “contradicción temporal” que marcó un quiebre en su discurso, que apuntaba al futuro, lo diferente. Y continuó con la incorporación de Pichetto a la fórmula, a la vez que cambiaron la geografía de los actos (menos modernos y más cercanos a los tradicionales actos peronistas).

En Latinoamérica hay cierta cuestión romántica, sobre todo en el espectro de la izquierda. En momentos de crisis, muchos buscan experiencia, lo que funcionó. Pero, cuando hay crisis de representación, surge la búsqueda de algo nuevo.

—¿Un relato es producto de su tiempo o puede prefigurar cambios de la relación de fuerza y la situación social?

—Cualquier relato político tiene un ciclo biológico, ningún relato político es eterno. Desde Julio César hasta Mao, todas las grandes narrativas fueron emergentes, hegemónicas y decadentes. Hay algo que pocos logran hacer: colocar nuevas narrativas en un status histórico, convertirlas en un sentido común. Pienso en Mandela o, más cerca en el tiempo, en Obama.

Reflujo va a haber siempre. Pero ambos marcaron un antes y después en el siglo XXI. De nuevo, surge la pregunta. ¿Qué tanto poder le damos a la palabra? Cuando se la cuida, se le da valor, sigue teniendo ese poder “performativo”. En cambio, si se entra en una “inflación narrativa”, la palabra pierde.

MG

  • Texto: Jazmín Bazán (CLARIN.COM)
  • Foto: EFE
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