junio 11, 2021

Daniel Miller “Si perdemos el celular, nos convertimos en homeless”

El antropólogo inglés, que estudió en nueve países el impacto del smartphone en nuestra vida cotidiana, dice que estos dispositivos se han convertido en nuestro hogar portátil; pero, así como dan, también quitan Sigue leyendo

El antropólogo inglés Daniel Miller se dispone a brindar una entrevista por Zoom. Por motivos de seguridad informática de la prestigiosa institución donde trabaja (la University College de Londres), no puede acceder al link del encuentro y la comunicación se traslada al celular. Miller y LA NACION se conectan a través de una videollamada. De un lado, una computadora; del otro, un smartphone.

Precisamente, el celular fue el objeto de estudio de The Anthropology of Smartphones and Smart Ageing (ASSA), una investigación reciente dirigida por Miller, la más amplia que se haya hecho hasta el momento sobre este dispositivo hoy convertido en una verdadera prótesis de los seres humanos. Fue un trabajo de 16 meses, con 11 investigadores en 9 países, que se propuso obtener una perspectiva holística, alejada de la premisa binaria de que un hecho o conducta es bueno o malo per se.

Miller acuñó la frase “muerte de la proximidad”, que a su entender se da cuando uno se abstrae de quienes lo rodean para sumergirse en la comunicación virtual. Al mismo tiempo, dice que el celular es nuestro hogar portátil. “Cuando alguien en un restaurante toma su teléfono y se aleja, se ha ido a su hogar”, afirma.

Las conclusiones del estudio se publicaron en el libro The Global Smartphone. Beyond a Youth Tecnology, cuya traducción al castellano se editará en noviembre (ambas versiones, a cargo de UCL Press y con acceso online directo en https://www.uclpress.co.uk/products/171335).

Autor de 41 libros, además de antropólogo, arqueólogo, Miller estudia desde hace décadas las consecuencias que internet, las redes sociales (a través del proyecto Why We Post, Tales from Facebook y otros) y los celulares tienen en nuestras vidas, en nuestra propia conducta, en nuestro vínculo con los demás, y también, en una dimensión más amplia, cómo la política y los gobiernos se vinculan con los ciudadanos a través de esta tecnología.

–Una de las conclusiones de su reciente investigación es que el celular conduce a la “muerte de la proximidad”. ¿Podría explicar el concepto?

–El ejemplo más obvio es que vas a un restaurante con tus amigos o con tu pareja y al cabo de diez minutos alguien saca el teléfono y es absorbido por él. Ya no está más allí. Se ha ido. Quizá se esté comunicando con otras personas, pero no con quienes están en la mesa. Esto es la “muerte de la proximidad”. Es algo que no ocurría antes y que tiene sus efectos y problemas. A veces no se aprecia realmente qué es un smartphone. El uso de esta tecnología como un teléfono es solo una parte pequeña de todo lo que permite realizar, y esto nos lleva a otro concepto. El celular es nuestro hogar portátil. No es exactamente una casa, pero con esta idea es más fácil entender la amplitud de sus posibilidades. Entonces, cuando alguien en un restaurante toma su teléfono y se aleja, si nos preguntáramos adónde se ha ido, la respuesta sería: a su hogar. Y cuando perdemos el celular somos como homeless, porque en ellos, en el uso que les damos, expresamos nuestra personalidad, nuestros intereses y nuestros valores.

–¿El concepto de “muerte por proximidad” conduce no solo a que nos alejemos del otro próximo, sino también a que seamos menos empáticos?

–El teléfono y sus usos nos afectan en cientos de modos. Decimos: “Es terrible que una persona esté conectada a su teléfono cuando está en un restaurante con otros”. En ese sentido decimos que es antisocial, que afecta la interacción con las personas. Pero es probable que esa persona esté hablando con alguien. El teléfono es un gran comunicador que expande las interacciones sociales. Crea un tiempo social diferente de otros. Y, en este caso, estar en contacto con alguien es siempre bueno; mientras que no estarlo, no lo es. Cuando estudiamos los smartphones siempre emergen contradicciones y dos ideas simultáneas, una buena y otra mala. La misma persona que se reconoce adicta a su teléfono admite también que se puede comunicar con más personas de su familia, por ejemplo.

–Pareciera que cada vez mantenemos menos diálogos, en el sentido de que nos enviamos mensajes de voz o WhatsApp. ¿En qué modo nos perjudica o modifica este tipo de interacción?

–Sé que voy a decir dos cosas que se oponen, pero es lo que ocurre. A veces es posible que cuando dos personas están juntas, bebiendo algo, tengan una buena conversación y que ese tipo de conversación no se pueda dar de otro modo. Nuestra experiencia con el confinamiento es que las personas extrañan los abrazos y la interacción cara a cara. Hablar por teléfono es insuficiente. Entonces es posible que sí, que estemos perdiendo algo de la lógica de la conversación. Pero te voy a dar otro ejemplo. El smartphone ha cambiado la propia naturaleza de la familia. En casi todos los países, en los últimos siglos, ha habido un cambio de la familia extensa a la nuclear. Las personas antes vivían próximos a sus tíos, primos y abuelos y quizá, dentro de un mismo hogar. Esto ya no ocurre y te reunís con ellos en casamientos o en Navidad, donde las conversaciones suelen ser bastante formales, no muy naturales. Lo que ha pasado en los últimos años es que hay grupos de WhastApp de las familias, con conversaciones espontáneas y naturales. La familia grande está regresando a la comunicación gracias al smartphone. Y para las familias cuyos miembros están alejados geográficamente, es una solución. Por lo tanto, sí es cierto que se ha perdido algo de la lógica de la conversación cara a cara, pero también algo se ha ganado.

–A diferencia de lo que se podría pensar, usted sostiene que las redes sociales no nos han hecho más individualistas ni narcisistas.

–Es cierto que hace algunos años se decía que las redes sociales nos hacían más individualistas, pero si lo pensamos bien, el concepto de “red social” es precisamente algo que no suena individualista. El problema surge, creo, porque cuando se desarrollaron las redes sociales estaban destinadas a los jóvenes y ellos tienden a criticar a los otros jóvenes. Muchos dirán que los jóvenes son narcisistas, individualistas y que solo les gusta sacarse selfies. El smartphone tiende a reflejar todos los elementos de lo social. Pero si partíamos de la base de que estamos ante individualistas, hubiésemos tenido un problema para nuestra investigación. Es una acusación muy simple. Las redes sociales colaboran a reforzar grupos tradicionales, como la familia, y a reparar las rupturas que generan la migración y la movilidad de las personas.

–Mostramos lo que comemos, lo que hacen nuestros hijos, con quién nos reunimos, nuestros hogares. ¿Hemos perdido nuestra privacidad?

–¿Quién ha perdido privacidad, cuando nadie antes sabía nada de lo que hacíamos? Nadie quiere estar solo ni aislado. Compartir lo que hacemos es parte de nuestra naturaleza. Muchas personas se frustran cuando a otros no les interesa aquello que comparten en sus redes sociales. A todos les gusta que los demás se interesen en quiénes son. El problema más genuino de la privacidad es el hecho de que los gobiernos y las compañías están obteniendo información y que no tenemos control sobre eso. Este sí es un problema serio.

–¿De qué modo los gobiernos se sirven de los teléfono y las redes sociales para controlar a la sociedad?

–Hay que encontrar un balance entre dos conceptos: el cuidado y la vigilancia. El poder debería demostrar la utilidad de la información que recolecta. Con las recientes aplicaciones sobre el contacto estrecho ante casos de Covid, por ejemplo, ¿estamos ante un caso de cuidado o de vigilancia? Lo interesante es que cada país ha adoptado una actitud diferente ante estas acciones. En Corea del Sur consideran que claramente las autoridades lo hacen para salvar vidas. Pero en algunos lugares de Europa, o los republicanos en Estados Unidos, dirán que es vigilancia. El énfasis está puesto en la intromisión. El resultado es muy variado en todo el mundo. Y esto es lo que estudiamos los antropólogos, es aquí donde nuestro trabajo importa y es muy útil, porque emerge el concepto de “diferencia cultural”, es decir, el hecho de que ante una misma tecnología hay efectos muy diferentes.

–Entiendo que hay diferencias culturales, pero ¿hay algún patrón entre los gobiernos populistas en términos de control tecnológico?

–Los gobiernos siempre requieren de información de sus poblaciones. Y, en muchos casos, es algo legítimo. Por ejemplo, si te negás a participar de un censo, los gobiernos pueden argumentar que sin esa información no pueden crear políticas sociales. Sin embargo, en el caso de la información que develó el extécnico de la CIA Edward Snowden, esta no tenía una relación directa con el diseño de políticas sociales y se considera una acción ilegítima. Vuelvo al tema de balance. Los gobiernos necesitan de nuestra información, conocernos, y el público necesita cerciorarse de que cada vez que se obtenga información de sus vidas sea por un motivo justificado. Sí es cierto que hay gobiernos que están tomando información que no deberían, como también lo están haciendo grandes corporaciones.

–Un actor central, los medios de comunicación, compiten, en cierto sentido, con las redes sociales. ¿De qué modo este escenario daña las democracias?

–Soy consciente de que aquí puede haber un problema, pero este no se encuentra en la naturaleza de los medios ni de las redes sociales, sino que se encuentra en la naturaleza de los negocios. Si lo pensamos en un nivel teórico, no hay una oposición entre los medios y las redes sociales (social media). Ambos son mecanismos que buscan recoger información. Algunas corporaciones de medios, como la BBC, con el esponsoreo del gobierno, muy rápido intentaron colonizar los nuevos medios digitales. En términos generales, es bueno que las noticias estén disponibles todo el tiempo, ya sea directamente a través de su publicación en los diarios online o mediante su circulación en las redes.

–Pero el problema, como usted insinuó, está en la sustentabilidad económica de los medios ante el poder que detentan las grandes tecnológicas mediante la inmensa cantidad de datos que reúnen, y que les permite concentrar la mayor parte de la publicidad.

–Efectivamente, el problema es quién paga por los medios y las noticias. Los diarios argumentan de modo correcto que este es un negocio caro y además los contenidos digitales tienden a ser gratis. Si no tenés dinero para pagar por periodismo de investigación, claro que la democracia sufre, porque se pierde esta posibilidad. Los periodistas tienen razón al señalar que hasta que no descubramos nuevos modos de pagar por las noticias, la que sufre es la democracia.

–Las redes sociales, en especial Twitter, fomentan el odio. ¿Son un eco del odio que está instalado en la sociedad o lo potencian y amplifican?

–La pregunta es de dónde viene el odio. Cuando estudiás a niñas de 12, 13 o 14 años vas a advertir que, lamentablemente, pueden ser muy desagradables entre ellas. Este bullying ocurría en el patio de la escuela y cuando los niños se iban a sus casas, desaparecía. El bullying ahora ocurre todo el tiempo. Antes no quedaba evidencia de ese odio en el patio del colegio. Cuando hice mi primera investigación sobre internet, en Trinidad, advertí que había cosas horribles que ocurrían online. Y llegué a la conclusión de que las personas, en particular las que no eran escuchadas o eran subestimadas, no tenían dónde expresar estas ideas revulsivas, porque los medios no lo harían. No bien se desarrolló internet, se comenzaron a publicar online.

–¿Cuál es su opinión sobre Tinder?

–Siempre estuvo esa idea de que se podía conocer a gente a través del mundo online. Al principio, los primeros estudios eran negativos. ¿Cómo saber quién es la otra persona? Es cierto que puede haber fraudes y engaños, que hay personas que fingen ser alguien que no son, y quienes lo descubren se sienten muy humillados. Pero ¿cómo se conocía la gente antes de que lo hiciera online? Muy probablemente, la gente se encontraba en pubs, y en los pubs la gente bebe y allí comete cosas de las que luego se arrepiente. Respeto de las citas online, es probable que la relación pueda ser, en algunos casos, genuina.

–¿Esta era digital y el teléfono en la palma de nuestra mano estimulan un mayor consumismo?

–Estimo que no. Hace 50 años, el estatus de las personas estaba determinado por su capacidad de consumo: “Tengo algo que vos no tenés”. Pero el estatus ahora tiene que ver, en muchos casos y cada vez más, con una conciencia verde o incluso con desprenderte de cosas. Claramente es más fácil comprar y habrá adictos al shopping, pero muchas de las personas que he estudiado utilizan las redes, por ejemplo, para proclamar sus credenciales verdes y ser activistas ambientales.

–¿Por qué los smartphone tienen tanta mala fama?

–No podemos conducir sin el GPS, no podemos organizar nuestras vacaciones sin un smartphone, y si tenemos un síntoma extraño pronto lo buscamos en Google. En lugar de especular, necesitábamos tener evidencia para estudiar sus alcances. Se tiende a dar explicaciones simplistas cuando se trata de los teléfonos y se subestima el modo en el que han colaborado, por ejemplo, para mejorar la salud . Hoy los teléfonos están presentes en cada momento de nuestra vida y nos brindan múltiples oportunidades.

PERFIL: DANIEL MILLER

■ Nació en Londres en 1954. Estudió arqueología y antropología en la Universidad de Cambridge. Hoy enseña e investiga en el University College de Londres, donde, en 2009, creó el programa de Antropología Digital, en el que estudia las consecuencias que internet, las redes sociales y los celulares tienen en nuestras vidas.

■ Acaba de concluir una investigación sobre el uso de los celulares, The Anthropology of Smartphones and Smart Ageing (ASSA), en la que dirigió un equipo de 11 investigadores en 9 países. Las conclusiones se publicaron en el libro The Global Smartphone. Beyond a Youth Tecnology, cuya traducción al castellano, El smartphone global. Más allá de una tecnología para jóvenes, se espera para noviembre.

■ Es autor de unos 40 libros, entre ellos Tales from Facebook (Historias de Facebook), Digital Anthropology (Antropología digital) (editado con H. Horst), The Internet: an Ethnographic Approach (Internet: un enfoque etnográfico) (con D. Slater), Webcam (con J. Sinanan), The Comfort of Things (La comodidad de las cosas), A Theory of Shopping (Una teoría de las compras) y Stuff (Cosas).

■ En 2019, de visita en la Argentina, ofreció conferencias en el Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes) y en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

  • Texto: Laura Ventura (LANACION.COM.AR)
  • Foto: Santiago Cichero/AFV
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