marzo 8, 2021

Julio Sanguinetti»Los expresidentes debemos ser soldados de la institucionalidad”

El líder uruguayo, que en dos ocasiones dirigió los destinos de su país, reivindica la política frente a la irrupción de outsiders como Donald Trump y alerta sobre los riesgos que promueve la “grieta” Sigue leyendo

La imagen de Julio María Sanguinetti aparece en Zoom a la hora señalada. Desde que la pandemia obligó a extremar los cuidados personales, el expresidente uruguayo mantiene reuniones y brinda entrevistas desde esa plataforma virtual. Expansivo, cálido y con una energía juvenil que desmiente el calendario, Sanguinetti mantiene una actividad incesante como escritor y periodista, y como secretario general del Partido Colorado, integrante de la coalición de gobierno liderada por el actual presidente Luis Lacalle Pou, del histórico Partido Blanco. En 2020, esta alianza entre los dos partidos tradicionales del Uruguay terminó con un ciclo 15 años de gobierno frenteamplista.

Hasta el pasado 20 de octubre, tanto Sanguinetti como José “Pepe” Mujica ocupaban bancas en el Senado, y en una imagen que recorrió el mundo, los dos expresidentes, líderes y adversarios políticos que marcaron la historia de Uruguay, dejaron su labor parlamentaria el mismo día y sellaron el cierre de esa etapa con un abrazo fraternal. “De algún modo, buscamos dar un ejemplo de republicanismo: que personas que hemos estado en las posiciones más opuestas podamos convivir bajo las instituciones democráticas y adentro de ellas”, dice hoy, sentado en su escritorio y escoltado por una frondosa biblioteca. A diferencia de otros países en distintos lugares del mundo que transitan gobiernos populistas, Uruguay mantiene una institucionalidad robusta que lo aleja de las épicas y los antagonismos irreductibles. Sanguinetti contradice a quienes idealizan excesivamente a su país, que también ha tenido fuertes enfrentamientos, pero a la hora de compararlo con la Argentina dice que la sociedad uruguaya es mucho más institucionalista que la argentina. “La Argentina ha sido más nación que república y Uruguay, más república que nación”, grafica. Para quien fuera dos veces presidente de país vecino, “las grietas constituyen un factor de alta inestabilidad y un blanco y negro riesgosísimo para las instituciones”.

En diálogo con La Nación, Sanguinetti describe las gratificaciones y los sinsabores de quien conduce los destinos de un país y el lugar que los expresidentes deben ocupar en la vida pública. “Por encima de todo, debemos ser soldados y servidores de la regularidad institucional”.

La política uruguaya no parece tener la carga épica que tiene en otros países: hay adversarios y no enemigos; y se puede construir a pesar de las diferencias. Como dice el historiador Gerardo Caetano, Uruguay tiene “antagonismos negociables”.

En Uruguay tenemos las diferencias apasionadas que son propias de la vida política. Al mismo tiempo, también tenemos la existencia de puentes que felizmente se cruzan para poder generar el vivir en conjunto. Hace poco lo ejemplificamos o lo teatralizamos con mi colega [Pepe] Mujica. Él tomó las armas contra la democracia en los años 60; yo integré los gobiernos que enfrentaron en aquel momento la violencia guerrillera. Estábamos en las antípodas. Luego vino el retorno democrático y ellos se incorporaron a la vida institucional, pero en cualquier caso representamos visiones muy distintas. Incluso, en la más profunda visión política, él fue de origen blanco y yo de origen colorado. Para ubicarnos: él es de los que estaban en el Cerrito con (Manuel) Oribe y Rosas, y yo era de los que estábamos aquí con Fructuoso Rivera, Sarmiento, Mitre y Alberdi. Él fue tupamaro y yo seguí siendo colorado y batllista, lo cual quiere decir una institucionalidad republicana muy fuerte y una concepción socialdemócrata o liberalprogresista.

¿Cómo se gestó la decisión de dejar juntos sus bancas?

Yo había dicho que no pensaba quedarme en el Senado más de un año una vez que se pusiera en marcha la coalición. A Mujica lo afectó la pandemia y pensó que eso lo alejaba de la actividad. Entonces me entero por su señora, que es senadora, que Pepe se estaba por retirar, le pregunto a ella si no le parecía interesante que nos fuéramos juntos, lo consultó con él y dijo que sí. Y nuestra presidenta del Senado dijo: “Esto no es un retiro habitual de cualquier senador. Es una situación excepcional que dos expresidentes estén presentes en el cuerpo y que los dos se vayan juntos, de modo que hagamos una sesión especial para recoger eso”. De algún modo, buscamos darles a los jóvenes, especialmente, un ejemplo de republicanismo: que personas que hemos estado en las posiciones más opuestas podamos convivir bajo las instituciones democráticas y adentro de ellas. Naturalmente, todos hemos tenido 18 años y a esa edad todo es blanco o negro. Solo la vida enseña que nunca es así. Y creo que ese pequeño gesto de algún modo refleja eso.

Uno podría definir al populismo como una estrategia de gobierno que define a un nosotros virtuoso y a un otro demonizado, y esa estrategia puede ser desplegada por gobernantes de distintas ideologías. ¿Por qué cree que el populismo no atraviesa la política uruguaya?

El populismo, en definitiva, no es una ideología sino un método político para el acceso al poder y su conservación a cualquier precio, aún el del vaciamiento sustantivo de las instituciones democráticas, mantenidas como una fachada. El tema es el valor y la fuerza de las instituciones. Creo que Estados Unidos ha sido un buen ejemplo en este tiempo. Trump es un típico caudillo populista en todas las dimensiones del término, podría ser uno de los dictadores latinoamericanos más conspicuos porque tiene todas sus características: el mesianismo personal, el establecimiento del adversario, el irrespeto por las instituciones, el irrespeto por las propias elecciones nacionales. Sin embargo, no pudo con las instituciones de Estados Unidos. ¿Por qué? Porque el Parlamento es fuerte, la Justicia es fuerte, la prensa es fuerte. Es decir, no pudo con la institucionalidad norteamericana, pese a que sigue gozando de una popularidad bastante fuerte.

Las instituciones son, de algún modo, los anticuerpos.

Sí, si comparamos la Argentina con Uruguay –porque somos hermanos, hijos de la misma matriz– vemos que tenemos muchas diferencias y esa me parece que es muy clara. La sociedad uruguaya o la República Uruguaya es mucho más institucionalista que la República Argentina. La Argentina ha sido más nación que república y Uruguay, más república que nación. En segundo lugar, el de Uruguay ha sido un republicanismo laico mucho más claro y rotundo que el de la Argentina, en la cual la Iglesia católica, fundamentalmente, ha tenido un papel muy relevante en la vida política a lo largo de la historia. Hoy, quizás, menos. Nuestra política ha sido más estable y la Argentina ha sido más inestable y más personalista. Ahora, a la inversa, la sociedad argentina es mucho más creativa y tiene mucho más iniciativa que la nuestra.

¿En qué sentido?

La nuestra es una sociedad mucho más quieta, mucho más quedada. Siempre está esperando al Estado. De algún modo, esperar todo del Estado es el pecado de nuestra virtud. Es una sociedad con mucho menos brillo y creatividad que la sociedad argentina, que en ese sentido es un poco más italiana que la nuestra, con efervescencia de los talentos individuales en medio de una cierta desvertebración institucional. Somos sociedades que desde afuera no se pueden distinguir, pero políticamente uno ve esa diferencia, y me parece que el tema es la institucionalidad. El populismo sujeta a las instituciones.

En esos días se develó en la Argentina el escándalo de las vacunas vip y la Justicia condenó a una veintena de personas por lavado de dinero. ¿Cómo cree que se relaciona esto con el tema institucional?

Está claro que en la vida argentina de las últimas décadas la corrupción ha sido un factor más dominante que en la vida uruguaya, donde ha sido un fenómeno muy puntual y excepcional. Pero lo importante es que las sociedades y las instituciones reaccionen frente a ello y es muy importante el papel de la Justicia. Al final del siglo pasado comienza a aparecer un protagonismo gigantesco de la Justicia. La Justicia, que había sido concebida y organizada para dirimir los conflictos entre las personas o los conflictos entre las personas y el Estado, se transforma luego en un árbitro político. Y cuando la política se judicializa, inevitablemente la Justicia se politiza, porque pasa a ser un árbitro de los debates políticos. Es un árbitro no querido. Las imperfecciones de nuestra vida política han llevado a que la Justicia sea el árbitro en la disputa política.

Hace poco escuchaba al historiador Caetano decir que “la grieta es un impedimento para el desarrollo”. ¿Coincide?

Sin duda es así. Un país fracturado tiene un estado de ánimo que no es constructivo. Si hay una grieta, uno está descalificando a otro sector de la sociedad y esa descalificación parte de un enojo. Y si uno vive enojado, difícilmente tenga la mejor actitud para construir. Las grietas son complejas porque, además, son el factor de la inestabilidad. Si yo creo que monopolizo la virtud y el saber, y el otro monopoliza los vicios y la ignorancia, vamos a vivir en un mundo de descalificaciones que nos llevan a un blanco y negro riesgosísimo para las instituciones. A veces desde la Argentina idealizan un poco al Uruguay, nos ven mejores de lo que en realidad somos; en realidad aquí tenemos enfrentamientos serios y este no es un mundo idílico. El tema está en que el arbitraje institucional nos permite funcionar. En los años 60 y 70 también padecimos la violencia guerrillera y una caída militar. No hemos vivido siempre en el paraíso.

Usted ha gobernado Uruguay dos veces. Liderar, mandar, decidir, ¿es una experiencia que se disfruta o se padece?

Es lo mismo que decirle a un médico si padece o disfruta lo que hace. El médico sin dudas disfruta el día que logra curar a alguien y llora el día que pierde una vida a su cargo. El presidente, de algún modo, vive las escasas satisfacciones de lo que puede hacer, los dolores de lo que no puede hacer y, luego, una suerte de tácita ingratitud, que es el resultado de que nadie vea lo que evitó, porque en un gobernante democrático es tanto o más importante lo que se evita que lo que se hace. Un gobernante autoritario nace y muere por lo que hace. El absolutista se consolida mientras ejerce con éxito su autoridad absoluta y el día que pierde el éxito, pierde todo el poder. En la democracia es totalmente distinto: el poder es muy limitado y lo más importante es aquello que se evita; pero como no ocurre, nadie lo agradece. Y esa es, quizás, yo diría, la mayor angustia o desolación que puede vivir un gobernante democrático.

¿Qué clase de fascinación tiene el poder que hace que nadie quiera dejarlo?

Bueno, sáquele el “nadie” porque somos muchos los que no queremos tener poder toda la vida. En Uruguay ha habido la tentación reeleccionista, igual que en todas partes. Sin embargo, nunca prendió. Lo que es permanente, sí, es el ejercicio político. Yo he sido periodista y político toda mi vida. Hasta el día en que muera voy a seguir siéndolo porque nunca paré de escribir y porque nunca paré de defender mis ideas, mis valores, mi partido y las instituciones del país. La vida política sí supone un compromiso permanente. Ahora, en los últimos años tenemos una raza nueva, que son los políticos que vienen de afuera. En la sociedad contemporánea pasa una cosa muy particular: cuando tenemos una operación delicada queremos que nos opere el cirujano con más experiencia y no un chico recién recibido, aunque tenga buenas notas. Eso ocurre en todos los órdenes de la vida, salvo en la política, donde está de moda que al que menos sabe y menos experiencia tiene se lo considere el “bueno” para manejar la dificilísima máquina del Estado, que hoy es más compleja que nunca. Eso es riesgoso, peligroso. Y luego se paga. Ahí lo tenemos a Trump.

¿Qué lugar debería ocupar un expresidente en la vida pública?

La condición de expresidente no es algo homogéneo ni algo que se pueda definir con exactitud. Hay países donde los expresidentes tuvieron una especie de papel institucional, como fue en Colombia históricamente. En Uruguay esto ha sido variado, pero hoy por hoy los expresidentes tenemos un rol respetable en opinión. Naturalmente, somos todos hombres de partido, de modo que representamos visiones distintas, aunque atemperadas por los años y la experiencia. Pero en todo caso, en la medida que a un ex presidente le valga de algo esa condición para tener una visibilidad mayor, es muy bueno que la ejerza en donde más puede ayudar, que es la institucionalidad. Por encima de todo, debemos ser soldados y servidores de la regularidad institucional.

  • Texto: Astrid Pikielny (LANACION.COM.AR)
  • Foto: Ojo de Pajaro / M.Singer - Celeste Sloman / NYT
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